Lo que dicen los números
Por Daniel Feierstein*
El presunto “debate” sobre el número de desaparecidos busca capturar el sentido común acerca del pasado reciente para minar muchos de los logros de la lucha por la memoria y contra la impunidad negando la extensión del terror en la sociedad.
ucho se ha avanzado en los modos de elaboración del genocidio argentino. Y uno de los mayores logros es que ni siquiera los más conspicuos defensores de sus responsables se animan, todavía, a legitimar el exterminio.
Sin embargo, en estos últimos años, han comenzado a implementarse nuevas ofensivas para incidir en las disputas por la captura del sentido común en la reconstrucción del pasado. Ofensivas que van logrando minar, lentamente, muchos de los logros de la lucha contra los objetivos de los genocidas.
Se trata de una serie de planteos conjuntos, a saber: la creación de una nueva versión de la lógica de los dos demonios; el cuestionamiento de elementos simbólicos fundamentales de los marcos sociales de memoria sobre el pasado (la calificación de genocidio, el número de 30.000 víctimas, la diferencia entre violencia estatal y acciones de insurgencia, entre otros); las denuncias de corrupción, esgrimidas genéricamente sobre el conjunto del movimiento de derechos humanos, que buscan enlodar el enorme respeto construido a lo largo de décadas de lucha contra la impunidad (1).
Derribar los símbolos:
Entre el ataque a los elementos simbólicos construidos en más de treinta años de lucha contra la impunidad, destaca la controversia planteada con respecto al número de víctimas estimadas hacia finales de la dictadura por algunos organismos de derechos humanos: 30.000. Este presunto “debate” sobre el número no busca una precisión abstracta ni se basa en razones inocentes. Su objetivo es destruir conquistas en la lucha por la construcción de la memoria colectiva, ya que se pretende sugerir que muchas víctimas no merecen ser tratadas como tales, que se “inventaron” casos, que la represión no tuvo la dimensión que se cree (y por lo tanto tampoco la gravedad, “no hubo plan sistemático”), que hubo “otras víctimas” no contabilizadas (en la equiparación de las consecuencias de un genocidio con acciones de otro orden como la insurgencia o la resistencia ante los genocidas), entre otras cuestiones.
Algunas de las expresiones más difundidas de esta tendencia han sido la publicación del libro Mentirás tus muertos (de José D’Angelo, quien se presenta como “militar y periodista, carapintada y participante de la represión al intento de toma del cuartel de La Tablada”) o las declaraciones del ex secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido, y del titular de la Aduana, Juan José Gómez Centurión. Pero no han sido los únicos y el tema comienza, cada vez más, a ocupar los medios de comunicación masivos en el prime time, donde aparecen familiares de las “víctimas del terrorismo” o miembros de nuevas organizaciones de “asistencia a las víctimas” como el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV), que buscan parodiar en espejo a los organismos de derechos humanos.
El planteo es simple pero efectivo: de una parte se quiere “cerrar” el número de víctimas de la dictadura genocida, utilizando para ello las conclusiones y los errores de los listados elaborados en 1984 por la CONADEP (imposible que no contuviera errores dado el terror de la época y la falta de información estatal, imposible que fuera un listado exhaustivo por los mismos motivos). A su vez, estos “cálculos” eliminan de dichas cifras a los asesinados, a aquellos cuyos cuerpos aparecieron o a quienes sobrevivieron a la persecución. Simultáneamente, se “infla” una lista de “víctimas del terrorismo”, donde se califica como terrorismo a la insurgencia (error conceptual insostenible, ya que la misma no fue terrorista), y se suman sin ton ni son en listados imprecisos a represores ajusticiados, víctimas de enfrentamientos militares, víctimas colaterales de tiroteos en los que no se tiene constancia del origen de las balas letales, empresarios secuestrados por las fuerzas insurgentes, entre otros casos, cada uno con su propia especificidad, que requerirían análisis puntuales y en nada se equiparan con un plan sistemático para reorganizar a partir del terror la identidad nacional argentina.
La diseminación del terror
No obstante la intencionalidad negacionista de dichos planteos, vale la pena de todos modos analizar la curva de denuncias del ejercicio de la violencia estatal desde el fin de la dictadura hasta el presente, para tener una imagen más global de la complejidad de la discusión, las diferentes cuestiones que involucra y cómo se las banaliza cuando se pretende que las realidades históricas puedan saldarse con un “número final de víctimas” (2).
Uno de mis equipos de investigación se encuentra trabajando a fondo sobre los procesos de denuncia en la provincia de Tucumán (3). Allí, el informe de la CONADEP del año 1984 tenía registradas 609 denuncias. Al día de hoy, el Área de Investigación de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación cuenta con un total de 1.005 denuncias con información verificada y completa (esto no incluye los casos incompletos o actualmente en proceso de trabajo y ha excluido todos los errores del listado original). Los casos registrados por mis equipos de investigación (que incluyen las denuncias investigadas en sede judicial) suman un total de 1.202 casos, que también refieren sólo a aquellos verificados y completos, con lo cual siguen siendo cifras parciales en tanto hay otros centenares en proceso de verificación, tanto por parte de la Secretaría de Derechos Humanos como por nuestro propio proyecto (4). Es decir que al día de hoy contamos con el doble de casos que se contaban en 1984 (y verificados). Esto contrasta con las estimaciones de los “críticos de los 30.000”, que se basan en los datos de 1984 (algunos incluyen las correcciones de 2006, pero ignorando las denuncias producidas a partir de dicho momento o las que existen en sede judicial pero no fueron aún relevadas por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación).
Resulta enriquecedor observar también las características de los casos en función de los períodos de denuncia, porque de ellas pueden extraerse conclusiones sugerentes, en especial en relación a la última década.
Las nuevas denuncias tienen un pico de crecimiento muy fuerte a partir de la reapertura de las causas y la existencia de nuevas sentencias en el año 2006, siendo que durante el período 1985-2005 se detectan 117 nuevos casos en Tucumán, en tanto que a partir del año 2006 hasta el presente se contabilizan 440 nuevos casos. Para más, las denuncias no bajan sino que siguen un patrón complejo y estamos trabajando en distintas hipótesis para explicar las curvas. Por ejemplo, el año con mayor número de nuevas denuncias en Tucumán desde 1984 ha sido 2014 con 76 nuevos casos, seguido del año 2008 con 63 casos (en 2016 sólo se han denunciado 6, pero en 2015 hubo 43 nuevas denuncias). Pareciera que tienen fuerza las condiciones políticas nacionales y provinciales (y muy en especial la existencia de condenas a los responsables o la apertura de nuevos tramos de las causas judiciales) como elementos para permitir enfrentar el miedo y las consecuencias traumáticas de la desaparición en la familia o en el barrio. La posibilidad de detectar nuevos casos no denunciados hasta el momento también depende de la voluntad de investigación de las fiscalías o querellas.
Como elemento fundamental, debe destacarse asimismo la propia percepción de la desaparición en sectores rurales u obreros en Tucumán como una práctica que puede y debe denunciarse, lo cual no fue en absoluto común en dichas regiones durante gran parte del período de institucionalidad democrática. Ello es transferible a otras provincias del país como Corrientes, Misiones, Chaco, Santiago del Estero, por ejemplo. Fenómenos claramente subregistrados han sido la represión sistemática a las Ligas Agrarias en todo el norte argentino así como la represión en las villas de emergencia en todo el país, entre otras especificidades de la lógica represiva.
Una cuestión llamativa en los nuevos casos es la proporción de sobrevivientes. En las denuncias producidas ante la CONADEP, este número era muy bajo: la mayoría de las víctimas correspondía a quienes continuaban desaparecidos o habían sido asesinados. A medida que pasa el tiempo, la mayor parte de las nuevas denuncias corresponden a quienes fueron detenidos desaparecidos (por lo general, por períodos breves) y fueron liberados. En el informe de la CONADEP los casos de Tucumán dan cuenta de 379 desaparecidos y asesinados frente a 139 liberados (27% de liberados). Entre 1985 y 2006 se agregaron 63 casos de nuevos desaparecidos y asesinados frente a 54 liberados (46%). En la última década encontramos 20 nuevas denuncias de desaparecidos y asesinados frente a 419 nuevas denuncias de quienes fueron liberados (95%).
Esto lleva a concluir, por una parte, que el objeto del terror (como en muchos otros procesos genocidas) fue atravesar al conjunto de la población con el sistema concentracionario, siendo que mucha más gente de la que creemos transitó por dicho sistema y fue devuelta a la sociedad para diseminar el terror, tal como nos intentan explicar hace años los sobrevivientes sin que podamos escucharlos con la suficiente atención. Por otra parte, que estas situaciones han sido las más difíciles de denunciar, siendo que recién veinte a treinta años después de los hechos comienzan a emerger. Esto tiene mucho sentido: quien fue secuestrado por períodos breves tuvo mucho menos que explicar a sus seres queridos, ya que era más fácil la negación o represión de lo vivido. Por otra parte, quienes fueron detenidos y torturados por pocas horas en comisarías, no necesariamente identificaron su situación como “desaparición”, lo cual muestra también los efectos de las sentencias en la construcción de las percepciones colectivas sobre el pasado. Hoy se denuncian más casos porque se logra percibirlos como tales.
Operatoria de relativización
La continuidad de la aparición de casos (tanto de asesinatos como de personas que continúan desaparecidas u otras que han sido liberadas) deja claro que en modo alguno ha concluido la investigación de los sucesos ocurridos en el genocidio argentino y que cualquier cifra a la que se arribe (como la que nuestro equipo ha construido para los casos en Tucumán, que duplica el informe inicial de CONADEP aun corrigiendo todos los errores cometidos en dicho momento) no es más que una aproximación parcial.
Más allá de la manipulación y de la mezquindad, se pierden de vista cuestiones centrales como las que emergen de un análisis sistemático de la información existente: las dificultades (aun en el presente) para denunciar los hechos, el carácter traumático de los mismos (y retraumatizante de muchas intervenciones públicas) y las características del proceso concentracionario, que buscó atravesar al conjunto social con el terror. “Por uno que tocamos, mil paralizados de miedo –decía el torturador de El señor Galíndez, la obra teatral de Tato Pavlovsky que prefiguró la lógica concentracionaria–. Nosotros actuamos por irradiación”. El genocidio ha tocado a muchos más argentinos de lo que suponíamos.
Cuestionar la cifra simbólica de 30.000 a partir de especulaciones malintencionadas pretende cerrar con un número imposible de definir hoy un proceso social que se propuso, en palabras de Raphael Lemkin, “destruir la identidad nacional de los oprimidos para imponerles la identidad nacional del opresor”. Aquello a lo que el abogado judío polaco, sobreviviente del nazismo, decidió llamar “genocidio”. O, en términos de los genocidas argentinos, “Proceso de Reorganización Nacional”.
En las disputas sobre los números, por tanto, no se está discutiendo realmente acerca de números. Se busca minimizar el carácter genocida de un tipo de persecución para buscar igualarla a otras modalidades de uso de la violencia (fundamentalmente, la violencia insurgente), exagerando simultáneamente dichos números (Victoria Villarruel, abogada de una de estas organizaciones, ha llegado a hablar de 17.000 “víctimas de la violencia terrorista”, incluyendo situaciones de lo más diversas, desde ajusticiamientos hasta secuestros, robos comunes, hurto de armas, muertes por fuego propio, heridos de las fuerzas estatales en operativos clandestinos de secuestro, etc.).
No se trata aquí de “priorizar a unas víctimas sobre otras”, como insiste la denuncia banalizadora y progenocida en los medios de comunicación, sino de la necesidad de distinguir diferentes usos de la violencia y prácticas sociales cualitativamente distintas. Para el caso, nunca se han contabilizado las víctimas de la inseguridad cotidiana durante el período dictatorial ni las víctimas de la violencia estructural (muertos por hambre, por hacinamiento, por enfermedades evitables), el impactante número de víctimas de siniestros de tránsito, las víctimas por accidentes de trabajo, las víctimas producto de la negligencia de funcionarios públicos (como, por ejemplo, en los casos de Cromañón o la masacre ferroviaria de la estación de Once), entre otros usos de la violencia y victimizaciones, que podrían oponerse del mismo modo falaz a la violencia genocida.
En esta operatoria de relativización de las consecuencias de un genocidio y de búsqueda de equiparación con las consecuencias de la violencia insurgente anida el huevo de una serpiente, la que busca relegitimar la solución genocida en un contexto de profundización vertiginosa de la pobreza que puede conducir a revueltas populares.
Es por ello que no se trata de esgrimir el Código Penal y solicitar la condena de estos nuevos discursos por desafiar lo “políticamente correcto”. Se requieren acciones de mayor compromiso, de profunda militancia, para salir a las calles a desarticular estos discursos relativizadores allí donde aparezcan, para garantizar que las tendencias genocidas que anidan en los sectores más oscuros de nuestra sociedad deban continuar sumergidas, sin darles la oportunidad de volver a levantar la cabeza, porque ya hemos experimentado aquello de lo que son capaces si llegan a conquistar otra vez el sentido común de los argentinos.
1. Respecto de la nueva versión de la lógica de los dos demonios, véase Daniel Feierstein, “Los dos demonios (reloaded)”, Bordes. Revista de Política, Derecho y Sociedad, UNPAZ, 9-2-17 (http://revistabordes.com.ar/los-dos-demonios-reloaded/). El análisis del uso de las denuncias de corrupción, dada su complejidad, la articulación de hechos reales y hechos inventados y su vinculación con realidades políticas más generales en las que la corrupción juega un papel relevante, requiere otro tipo de trabajo, imposible de desarrollar en este artículo por cuestiones de espacio.
2. Resulta triste constatar que muchos académicos caen presa de la misma ilusión, ignorando las dificultades impuestas por todo proceso genocida en la historia para arribar a dichos resultados, que lleva a altos números de subregistro y a la lógica respuesta postraumática de muchos afectados que no quieren volver a hablar del tema, menos aun frente al aparato estatal.
3. Dicho equipo está conducido por Ana Jemio y han participado otros 11 compañeros en el relevamiento y codificación de la información, en proyectos de trabajo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, la Universidad de Buenos Aires y el CONICET. El equipo se encuentra trabajando también con muestras a nivel nacional pero la dificultad de acceso a la información (en muchos casos a la propia información oficial), el alto número de casos no denunciados, la complejidad de la información de sobrevivientes (sensible y en muchos casos explícitamente protegida por los propios involucrados por razones comprensibles y legítimas) vuelve extremadamente difícil producir números fiables y que permitan tener la solidez que no tienen los políticos, periodistas y académicos que “revolean” cifras sin sustento.
4. Vale puntualizar que los 1.005 casos registrados por la Secretaría no se encuentran totalmente comprendidos entre los 1.202 que integran nuestros listados, con lo cual la suma y chequeo y constatación de ambos listados daría un número aun algo superior a los 1.202 casos de nuestro proyecto, que de todos modos seguiría siendo un número parcial, ya que se sabe que en muchas familias se decidió no hacer la respectiva denuncia, particularmente en los casos de sobrevivientes de detenciones por períodos inferiores a una semana.
* Investigador del CONICET y profesor UNTREF/UBA.
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