jueves, 5 de septiembre de 2013

Obtusa y la Plaza Dorrego, cuento escrito por Ulises Barreiro:


Este cuento fue publicado en la obra Fantásticas historias de San Telmo en el año 2012.       
               
                    Obtusa y la Plaza Dorrego

Durante el mes de Julio en San Telmo es difícil encontrar a los amigos de casualidad por la calle, y ya lo era en aquellos años de la bonita década de los ochenta. Ya entrado el siglo XXI, la cosa se potenció, pues el barrio, vaya uno a saber porqué, se llenó de turistas.

Es que justo durante el invierno frío del julio de San Telmo, por el hemisferio norte es verano, más precisamente, son las vacaciones de verano de los europeos. Como resultado de esto, el barrio se llena de gente. Pero bue- no, hay un lado agradable, pues alguno siempre algún pesito para el vino tira.

Me encontraba yo un viernes al mediodía caminando por Humberto Primo, en dirección a casa, perdón, ustedes le dicen Plaza Dorrego. Casa le digo yo porque debajo de ese gran árbol añejo que hay allí, suelo dormir; mientras los amigos tangueros tocan su milonga para los turistas; que nos miran con los ojos del estilo de “Malinoski”, observando todo cuanto acontece en la exótica plaza.

Ese viernes caminando por Humberto Primo, no podía ver a ninguno de mis amigos del barrio. Mis amigos eran como yo. Y con ellos teníamos mucho en común, como por ejemplo, ninguno de nosotros tenía casa pro- pia ni plata para alquilar una piecita por el barrio. Hacíamos algunas changuitas como para poder comer, aunque muchas veces, bah… la mayoría de ellas, los que trabajaban en los restaurantes nos tiraban alguna sobra y comíamos de ahí.

Al llegar a la esquina de Humberto Primo y Defensa saludé a Cacho, el verdulero de la esquina, que estaba acomodando unos cajones de manzana… Cacho de día tenia una verdulería y de noche le dejaba el lugar a los pibes del barrio para que le vendieran gilada a los gringos, claro está, a cambio de un peaje monetario para el bolsillo. Después pasaban a buscar su parte los muchachos de Tacuarí y San Juan. Acá es así, comen todos o ninguno.

-¡Buen día Cacho! -Le dije al verdulero mientras le levantaba la mano izquierda haciendo un ademan. -¿Que hacés Obtusa? -Me preguntó Cacho sin darme mucha bola. - ¿Lo vistes al Yeti? -Le pregunté sin que realmente me importara si me prestaba atención o no.

-¡Hay que buscarlos por el olor! -Me dijo Cacho mientras seguía tocando las manzanas que quedaban expuestas sobre la calle Humberto Primo.

-¡Si! ¡Pero el barrio en estos días huele más a Chanel que a sudor! -Le contesté.
-¡Que huela a lo que sea a quien carajo le importa!

-¡Al “Yeti” no lo vas a encontrar!- Me respondió el jovencito adolescente, Washington, el ayudante del verdulero Cacho, que era de la linda ciudad de Montevideo y vivía hacía unos años en San Telmo.

Washington tenía una historia increíble en su espalda. Era huérfano de madre y había convivido con su padre y su hermano mayor en una casa grande con patio y terraza, y una despensa típica de la época, haciendo esquina, donde el padre vendía quesos, fiambres y todo tipo de alimentos. La despensa estaba a tres cuadras de la vieja cancha de Peñarol en Montevideo.

Pero un día le agarró un pire a este loco y con tres amigos más se cruzaron el Río de la Plata en un bote a remo, sin documentos, sin papeles, sin nada más que una mochila, pero bueno; esa es otra historia, que se las cuente algún día Washington o pasan por ahí y se lo preguntan ustedes.

-¡No la vas a encontrar! -Me repitió Washington.- ¡Ayer lo vi y se había bañado! -Después de decir esto se llenó su boca de risas. Confieso que me sacó una mueca de alegría el solo hecho de pensar que el Yeti se había bañado.

-¡Dale pendejo dejá de boludiar y ayudame que para eso te pago! -Le cortó el mambo Cacho de mala manera, como de costumbre hace la patronal.

-¡Gracias che! -Le dije a estos dos locos, que siempre se trataban mal entre ellos, aunque el patrón ganaba siempre a la hora de enumerar los maltratos.

Aunque Washington siempre decía: “¡Qué le hace un adoquín mas al barrio!”
Benito, viejo borracho de estas latitudes, que justo venía caminado por el costado del cordón, buscando alguna moneda que algún turista, como era costumbre, dejaba caer, dijo: “¿A quién? ¿En dónde?”. Claro, no acababa de comprender el sarcasmo de Washington. Pero ya de temprano estaba ebrio así que siguió su camino sin pensar tanto en el adoquín. Yo tampoco quería estar más en la verdulería así que seguí caminado por Humberto Primo y a la mitad de la Plaza me crucé hacia allí.

Ya caminando por casa, perdón, por la plaza, siento que alguien me llama: “¡Obtusa! ¡Obtusa!”. Me gritaron, giro la cabeza hacia la derecha y lo veo a Tito que me dice:
-¡Che al Yeti lo vi recién y te está buscan- do! Me sorprendió verlo bañado y con el pelo recogido. Es tan feo que lo rebauticé “Gar- gajo”.

Al decir eso me tiró una piña. La esquivé justo a tiempo sino me tumbaba, porque Tito era morrudo. Mientras se seguía riendo del nuevo apodo que tenía para el yeti yo le pregunté:
-¿No te dijo a donde iba?

-¡No Obtusa! No me dijo. -Y repitió en voz alta-. “Gargajo” -a lo que le siguió una tremenda carcajada. Siguió caminando solo, vaya a saber hacia donde…

Ya con todas las esperanzas perdidas de encontrar a mi compañero de rumba “el Yeti”, me senté en los paredones de cerámica que contenían a este gran árbol de mi casa, perdón, de la Plaza Dorrego.

                                                                      ***
Después de estar un rato sentado, pasó Latur caminado. -¡Hola Obtusa! ¿Cómo van tus cosas? -Supongo que un poco mejor que los órganos de las plantas vasculares, que aunque traten de hacer la fotosíntesis dudo que puedan luchar contra tanta polución…

Latur, sin comprender demasiado mis palabras, dijo:
-¡Veo que estás a tono con los majaretas del barrio!

-¡Con el barrio no! -Grité yo sin saber porqué. Grité por instinto al escuchar la palabra barrio.

-¡Poemas de Kabir! –Interrumpió una voz femenina dulce y suave.
Sí, era la bella María Nieves. Una joven que todos los mediodías leía con un megáfono de por medio algunos poemas de Kabir. Y los transeúntes que pasaban le depositaban en un sombrero las monedas que creían necesarias para pagar el sonido de tan dulces palabras.

-¡Obtusa! -Me dijo con tono de impás sobre nuestra discusión Latur-. Es la hermosa María Nieves.

No tuve tiempo de responder; los dos nos quedamos observando a la dama de los poemas bellos.

-¡Les voy a recitar unos poemas maravillosos de Kabir! -Dijo presentándose María Nieves ante no más de 10 personas, de pie frente a ella.

A unos seis metros estábamos Latur y yo, escuchando atentamente.
-¡Los colores generan más colores! Para Kabir solo hay un color. Respóndeme si puedes, ¿De qué color es un ser vivo? -Así empezó este mediodía a recitar María Nieves.
-¡Bellísimo! Dijo Latur mirando como anonadado.

Yo parecía salido de un poema de Kabir. Mis vestimentas eran simples, sugerían que me importaba poco el que dirán y como buen amante de las plazas, mis ropajes estaban siempre llenos de tierra.

-¡Ahora les leeré otro poema! –Exclamó María Nieves, mientras una paloma blanca y negra le revoloteaba cerca como agradecida por las palabras que recitaba.

-Tienes la muerte, amigo, posada en tu cabeza. ¡Despierta de una vez! ¿Cómo puedes dormir de modo tan profundo estando situada tu casa en una calle tan ruidosa?

Varios espectadores permanecían meditativos tratando de comprender las palabras de Kabir, otros las habían captado. Nieves, sin darles tiempo comenzó a recitar otro poema. A todo esto nosotros mirábamos maravilla- dos, prestando muchísima atención como si nada fuera más importante.

-Un nacimiento humano es muy difícil de alcanzar. ¡No penséis en obtener más oportunidades! -Dijo Nieves con un tono más fuerte y agregó- Cuando ya está madura, la fruta cae. ¿Acaso alguien la ha visto saltar de vuelta hacia la rama?

-¡Hermoso! -Exclamó fuera de si Latur, sin importarle que estaba interrumpiendo el show de Nieves.

-¡Tranquilo! -Le dije para calmarlo. A todo esto, Nieves le agradeció a Latour. -Latur, sé que apreciás mucho a Kabir; ahora paso a leerles otro cuento muy bonito.

Ya van a ver que cuando les hablen a la oreja, una parte de ustedes va a recordar este poema y otra parte va a juzgar las palabras. ¡Una buena palabra actúa como hierba medicinal! Una mala palabra es como un dardo: entrando por la puerta del oído agujerea todo el cuerpo.
De las diez personas que estaban presentes, tres se pusieron a aplaudir y eso hizo que se acercaran cuatro mujeres más que andaban caminando por la plaza.

Latur y yo permanecíamos como hipnotizados por las palabras. En fracción de segundos, o al menos eso me pareció, María Nieves comenzó a recitar el último poema del día. Para Latur esto se dio en minutos y no en segundos, en fin; paradojas del tiempo y sus percepciones por la mente humana.
-¡Muchas gracias a todos por haberse acercado hasta acá a escuchar estas palabras! -fulminó María Nieves a modo de despedida- y por favor no se olviden de dejar alguna moneda en la gorra dado que yo vivo de esto… ¡Muchas gracias y los veo mañana!

Los presentes, uno a uno fueron y depositaron unos billetes. Los últimos en colocar dinero fuimos nosotros dos, porque nos agradaba conversar con María Nieves. Tanto Latur como yo pusimos cada uno un billete de dos pesos, no teníamos más, sino sin du- das lo hubiéramos puesto.

Conversamos un rato con María Nieves y ella se despidió. Tenía que ir al colegio a bus- car a su hija, que salía a la 1.

Recuerdo que la madre de María era hija de una de las tantas familias polonesas que habían llegado a San Telmo hacía años. Es más, el padre de María fue uno de los primeros hippies que usaron el pelo largo hasta los hombros por las calles empedradas de San Telmo.

A esta altura del mediodía me estaba picando el bagre, a Latur me parece que también, dado que los dos después de charlar con María nos despedimos y seguimos cada uno su camino.

                                                                         ***
Caminé alrededor de la placita un poco.
Di unas 3 vueltas porque al fin y al cabo me gusta caminar por acá. Después me acerqué a un gringo que estaba tomando una cerveza y vi como los añejos árboles de la Plaza Dorrego estaban en pleno proceso de fotosíntesis. Me pareció como si el tiempo se detuviera entre los árboles y yo.
Me di cuenta porque los gringos se asustaron un poco. Me miraban con la clásica mezcla de temor y curiosidad con la que se suele manejar la gente por el barrio.

-¡Disculpen amigos!
De los tres hombres solo uno hablaba es- pañol y ese me contestó.
-¿Que quieres Latino? -Me preguntó.
-¡Tranquilo! Que no quiero tu sangre -le dije sonriendo-. Solo quiero pedirles un trago de su cerveza.
Mis ojos ya habían dejado atrás la conversación mística con los árboles y sus procesos purificadores de oxigeno, y ahora se depositaban sobra el bonito envase de cerveza rubia.

-¡Michael! -Le dijo el gringo que hablaba español al otro, que era más gringo que los mismísimos gringos de Texas- ¡Dale tu cerveza!

-¡Oraid! -Dijo ofuscado en inglés y me entregó la botella entera.
Esta gente no sabe compartir momentos en comunidad, tampoco saben de beber con desconocidos del mismo envase. Vaya a saber por qué cuestión de la mochila sociológica.
Michael y los dos amigos yanquis cortés- mente me dijeron “¡Good Bye!” y siguieron
caminando por la calle Defensa. Bonito y menudo regalo para mí.

Sábado, dos de la tarde y botella de litro de cerveza rubia en mi mano; más que contento me fui hasta la sombra de un árbol enorme que está en el medio.
Pero antes de llegar oigo que alguien me interpela.
-¡Pibe! ¡Pibe! ¡Te veo hasta en la sopa!
Era Juan, un diariero de unos 80 años. Claro, yo con mis 30 era un pibe para él. Siempre solía decir eso el viejo cuando nos veía llegar. Y esta frase nos hacía reír mucho. Nosotros le decíamos “padre”, con cariño y respeto.

Recuerdo que cada vez que yo cometía un error, el viejo decía: “¿qué hiciste loco? un barquito de papel” y yo me echaba a reír. Pero escuchaba sus consejos siempre y con mucha atención, aunque no se lo demostraba al Padre.

                                                                   ***

Volví a encontrar al viejo en el barrio de
Retiro hace unos años. Él andaba con su nueva mujer. Iba por sus terceras nupcias. Habían tenido un bebé. Me contó que se había unido a un grupo religioso de moda por esa época, que se llamaba G12. Durante el encuentro charlamos un largo rato con el Padre y lo invité a tomar unas cervezas y fumar un cigarrillo.

Él me contestó: “No bebo más pibe, ¿y porqué en vez de fu- mar un tabaco no te fumás un poco de Jesús?”. Ahí entonces comprendí lo mucho que mi viejo amigo había cambiado. Conversamos solo unos instantes más y me dejó una tarjeta de su templo, invitándome a quemar cruces de madera y no se cuánto malambo religioso dogmático más. Yo le dije para no chocar -dado que el viejo era testarudo-:

“Dale Padre después nos vemos…”. Pero sabía que era la última vez que lo vería…
Luego me enteré por Cacho el mecánico de la Boca que el Padre había emigrado a trabajar –sí, a su edad…- en los cultivos de manzanas de Río Negro, junto a unos majaretas del barrio, Carleta, Hosfman, Casacarita y Catwel.
                     
                                                                             ***

Disculpen, me fui por las ramas. Es que me
trae lindos recuerdos el viejo… Después de decirme que me veía hasta en
la sopa, le di un beso en la frente y nos des- pedimos frente al árbol. Fuimos con Latur
rumbo a su sombra. Llegamos a la sombra del árbol y nos sentamos.

Un joven que estaba escuchando con su mp3 unas canciones de Charly García, tarareando sus melodías, nos saludó. Con Latur sonreímos y le contestamos el saludo. El barrio era así, buena onda y sin problemas para nadie.
Ya sentados debajo del árbol y después de un lapso de silencio, verborrágico, Latur salió con uno de sus arranques y me dijo:

-¡Che! ¡Tengo una caricatura de Mara- dona! ¿Querés verla?
-No gracias, si ya lo tengo tatuado en la pantorrilla -le contesté. Y nos echamos a reír. Unas horas después nos despedimos y yo
me fui caminando para casa.

                                                                        ***
Era un lindo día en el barrio de San Telmo, el sol se levantaba a lo lejos por el este y des- de mi perspectiva se podía ver como la bola de gases productores de fuego lentamente se alzaba en el horizonte. Ahí fue cuando me pregunté si sería posible ver esto desde distintos planos y ángulos. Porque yo, siendo un ser viviente, podía ver todo lo que acontecía en mi mismo plano de tercera dimensión, a la cual estaba acostumbrado. Recordé entonces el sueño que había tenido la noche anterior, cuando me encontraba conversando con Carlos Gardel. Era su cumpleaños y yo le entregaba un maravilloso regalo…. En un envoltorio bien cerrado le daba una porción de papas fritas con un bella y sabrosa milanesa de carne… Y recuerdo vagamente las palabras de Carlos: “Gracias Obtusa, vamos a comer esto juntos”. Pero nos esa es otra historia.

Seguía yo acostado en mi cama, meditando… meditando sobre las dimensiones; que la tercera, que la cuarta…. Hasta que mi mente empezó a comprender que yo estaba en una cuarta dimensión.

Y a todo esto desde mi mente una voz respondió… “¡Claro que es posible! Estamos allí, en una cuarta dimensión”. Me resulta difícil explicarlo dado que hay que sentirlo primero para después poder comprenderlo, pero les trataré de explicar lo que se siente estar en una dimensión distinta.

Imaginen que una de esas manzanas que tienen ahí no estuviera allí… Piensen que esa manzana se encuentra observándolos desde una dimensión distinta, desde otro plano. Y de repente esa manzana decide bajar a su dimensión. Ustedes, desde la tercera dimensión verían cómo un objeto plano desciende del cielo -pues al pasar de la cuarta dimensión a la tercera, la manzana revela la parte de debajo de ella…-. Eso es lo que ven venir de arriba… Mediten sobre esto que entenderán….

Mientras mis pensamientos estaban en- vueltos en estas cuestiones me di cuenta de que mi cuerpo ya se había levantando de la cama y había dejado el hermoso colchón que tenía debajo de un árbol al costado de la Plaza Dorrego. De nuevo un día más en mi bella vida… Estaba otra vez caminando… Como dice el dicho, “Caminante no hay camino, camino se hace al andar”.
Entonces retomé mis pensamientos. ¿Pero cómo sería posible ver todo desde una cuarta dimensión?

¿Todos tendrían capacidad para poder ver planos en una cuarta dimensión? Brusca- mente mis pensamientos se interrumpieron. Al estar tan profundamente sumergido en ellos y caminando, me había llevado pues- tas unas sillas de hierro y una mesa blanca. Uno de esos juegos de mesa, que los bares de alrededor de la plaza colocan, para que los comensales consumidores pasen una tarde mágica.

Así que mientras me tocaba la rodilla izquierda, pues esta me dolía, decidí dejar mis pensamientos sobre la tercer y cuarta dimensión para después, en la soledad de mi interior retomarla. Las aves me miraban diciendo “Obtusa, tranquilo que tu amigo aliento divino está contigo en Valeria del mar”.       Eso me reconfortó…

Algunos remanentes de supernovas caían sobre la plaza Dorrego y los humanos que en ella estaban eran bombardeados por estos invisibles rayos cósmicos… Aunque ellos no se dieran cuenta. Así que decidí seguir mi camino por la calle Carlos Calvo, dejando la plaza detrás de mí.


                                                                    FIN
                                                         Ulises Barreiro  (Escritor)
 - Dedicado a tod@s las personas que duermen en la calle en el barrio de San Telmo que tienen un gran corazón y una gran humildad-

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